Esta es la pregunta que me hicieron en una formación que di sobre el diálogo y la búsqueda de consenso en los equipos. Lo que le respondí os lo cuento luego. Ahora me gustaría destacar la mezcla de ideas que suele haber en torno al diálogo, a la participación y a la toma de decisiones en los equipos.
Detrás de cuestiones como esta hay una mezcla de tres cosas:
Cuando estos 3 ingredientes se mezclan y se confunden puede asomar el miedo a abrir el debate sobre un tema al resto del equipo o a la plantilla; un miedo a activar procesos participativos y no saber cómo cerrarlos porque, por un lado queremos crear «algo común», buscamos que las personas «estén de acuerdo», alcanzar un consenso, y sabemos que si después de un tiempo se acaba tomando una decisión no participada el proceso corre el riesgo de deslegitimarse.
¿Y qué es lo que da lugar a esa confusión? Básicamente la idea de que el diálogo, la participación y la toma de decisión, en su despliegue, están impregnados de la necesidad de “llegar a un acuerdo”, de alcanzar un “consenso”. Quiero aclarar antes de seguir que considero natural que esto suceda, es legítimo querer activar un diálogo, un proceso participado y una toma de decisión con el objetivo de llegar a un acuerdo. La cuestión es que, en pro del consenso, eliminamos la complejidad (y riqueza) que hay detrás de estos ingredientes.
Sabemos ya que el objetivo del diálogo (entendido desde una perspectiva más amplia y crítica) no es llegar al consenso.
El objetivo del diálogo es poder sostener el proceso de disenso.
¿Y cómo podemos avanzar en un proceso participado, llegar a tomar decisiones si, además de dar todo el mundo la opinión, tenemos que dejar de lado el consenso?
Ante la falta de fórmulas mágicas —me temo que en consultoría no las tenemos— propongo ahora dos premisas para aclarar lo que aquí está en juego:
Activamos procesos participativos en las organizaciones porque necesitamos el conocimiento colectivo para avanzar. Si algo tenemos en las empresas es talento. Mucho. Cuando queremos trabajar sobre un reto vemos que cada persona, cada equipo, cada departamento, tiene una perspectiva de la realidad distinta y, desde esa perspectiva particular, se ven aspectos distintos que deben ser tenidos en cuenta a la hora de abordar ese reto.
Es importante que en un proceso participado recojamos todas esas miradas poliédricas.
En un mundo complejo y ambiguo, a veces las ideas más inesperadas son las más interesantes. Sea cual sea el método, las empresas deben encontrar la manera de incluir todo el talento y la diversidad de su organización en sus procesos.
Amy Edmodson
Ahora bien, abordar un reto desde la participación no significa que la decisión posterior que se tome (sobre el reto) deba ser participada. Esta premisa debe estar muy clara en la organización (y no siempre lo está). En ocasiones, quien tiene que tomar la decisión puede ser una sola persona porque es quien ostenta la responsabilidad de tener que decidir. Y esto no significa que el proceso participativo pierda valor o que sea «impostado».
Recuerdo el caso de un equipo que reconocía no sentirse incómodo cuando, tras una reflexión participada, se tomaba la decisión por un equipo de dirección reducido. «Me he sentido escuchado», reconocía una persona. Y esto es lo que suele suceder; cuando las personas sienten que han sido escuchadas, que sus perspectivas han contribuido a alimentar y enriquecer esa decisión final, no importa cómo esta se tome. Eso sí, para llegar a este punto necesitamos trabajar muy bien la confianza en el equipo.
Hace unas semanas escuchaba a Matthias Varga von Kibed —profesor de filosofía y lógica en la Universidad de Munich y colaborador de Emana— decir que simplificamos la realidad cuando trabajamos las ideas opuestas como polaridades.
Él señalaba que la paz, como idea opuesta a la guerra, puede tener más matices cuando la vemos más allá de esa polaridad (guerra-paz). Así, decía, lo opuesto a la guerra es la ausencia de guerra, pero la ausencia de guerra no siempre supone que haya paz.
Vemos que en esta afirmación asoman los matices. Y esto es lo que me interesa: los matices.
Consenso y disenso se han vivido como opuestos, pero esto es simplificar la realidad. Cuando trabajamos desde la mirada que nos regala Matthias podemos ver que el consenso es la existencia de acuerdo, y el disenso, la existencia de distintos sentires (dis-sentire).
Un ejemplo de esto lo tenemos en lo que denominamos «falso consenso». En este caso, se toma una decisión y se acuerda algo sin oír voces en contra. Ese silencio imperante en el proceso se presume como «aceptación» y desde ahí se avanza hacia un resultado de acuerdo. Pero cuando se debe llevar esa decisión «consensuada» a la práctica, ¿cuánto crees que dura sin que asomen voces críticas, pequeños boicots o simplemente incumplimientos recurrentes?
En este caso vemos que la existencia de un acuerdo no implica la ausencia de disenso; y si no hay confianza suficiente en el equipo para que las diversas opiniones emerjan, si no se han escuchado los distintos sentires durante el proceso, estos emergerán tarde o temprano.
Por lo tanto, la presencia de consenso (o acuerdo) no implica la ausencia de disenso (distintos sentires). Estos siempre están ahí. La cuestión es, como decía una colega, saber cuándo queremos que emerjan (en un proceso de toma de decisión, por ejemplo), ¿antes, durante o después del mismo?
Estas ideas son las que trasladé en esa formación cuando me formularon la pregunta «¿Cómo generas algo común sin que todo el mundo esté de acuerdo?». Por cierto, aquel día antes de zambullirme en explicaciones mi respuesta-pregunta fue: «¿Tenemos que estar de acuerdo para generar algo común?».